domingo, 27 de abril de 2014

Falso regreso

Cierto es que tengo mucho tiempo sin publicar, quizá o haya nada que decir en estos momentos (bueno, el face está atascado de notas), la verdad es que hay momentos en los que no sale nada y uno solo se dedica a practicar, así que esto es un ejercicio que me puse. A ver qué tal.

EL CHINGADO GATO

Cierto es que pese a todos los años que llevaban cargando en la espalda y sobre todo en algunas partes de la cara, él seguía teniendo cierto miedo a los roedores, así que cuando ella encontró un par de calzones agujerados (no por el uso), no quiso asustarlo. No es que su esposo tuviera desagrado a los animales peludos como suelen tenerlo algunas personas, pues habían tenido durante quince años dos perros y un gato, pero un roedor era otra cosa. Y entre no saber si era rata o ratón, la esposa decidió que lo mejor sería mantener el secreto, y evitar los gritos. Por ello, un día, mientras él iba a la tienda de tabaco en el centro, ella sacó toda la ropa del viejo ropero, encontró un hoyo muy simétrico, y más ropa con agujeros. Sacudió todas y cada una de las prendas para hallar al culpable, pero no lo logró. Cuándo el esposo regresó del centro, y la vio con toda la ropa tirada a diestra y siniestra, preguntó si necesitaba ayuda; y aunque la idea sonaba agradable, prefirió decirle que no, para evitarle el disgusto a su marido.

Con el paso de los días, los hoyos fueron apareciendo en más telas, y la esposa estaba desesperada por no encontrar a la transgresora visita, por ello decidió decirle a su esposo lo que pasaba, para que fuera preparándose si llegaba a enfrentarse a tan despreciable criatura (y también para que la ayudara a escombrar su desastre). Sereno, el esposo, le comentó que por qué no compraban un pinche gato. Después de meditarlo unos minutos, ella dio la negativa. Él no quiso insistirle, no porque pudiera salir una pelea, pues llevaban años sin pelear, habrían aprendido a ignorarse de forma selectiva; en realidad no quiso porque sabía que aún le calaba en el pecho el último gato que habían tenido cinco años atrás, y del cual se habían encariñado como un hijo a falta de estos. Así que no quiso insistir.

Prefirió probar con las trampas, y también decidieron dejarlas después de que una de ellas le había prensado el dedo al esposo mientras caminaba descalzo al baño, además nunca hubo ni una pérdida de algún trozo de queso (quizá al ratón no le gustaba el queso, pensó ella). Compró comida envenenada y tampoco evitó que los hoyos siguieran apareciendo.

El esposo nuevamente le comentó que compraran un puto gato.

Ella validó por un momento más grande que la vez anterior la posibilidad, pero terminó por bufar su negativa.

Las cosas empeoraron, ya no era posible salir a la calle con ropa sin hoyos, y el mentado ratón no aparecía. Quizá el gato no era tan mala idea, pensó ella. Después recordó cómo se deprimieron ella y su esposo, sobre todo él, y pensó en que no estaba dispuesta a aceptar otro mes de llantos intermitentes en las noches. Así que siguió su búsqueda...

Después de dos meses sin frutos, y con calzones, blusas y suéteres agujerados había pensado en dejar que el inquilino hiciera de las suyas. Parecía que la pequeña bestia era inalcanzable, y por primera vez durmió tranquila, tan tranquila que escuchó en plena oscuridad, cómo arañaban o roían, o algo, un ruidito chiquito que venía de algún lugar. Se levantó de la cama sin hacer ruido para no espantar al animal y siguió el sonido, no prendió las luces, pero escuchaba a la perfección algo en la cocina, aunque mientras más se acercaba más nítido se hacía el sonido y más creía que se trataba de algo diferente a un animalito. Dudó si regresar al cuarto y avisarle a su marido, hasta el momento en que le llegó a la nariz el olor a pipa. Prendió la luz de la cocina y encontró a su marido con un sostén en la boca.

--¿Qué carajos haces? --le preguntó la esposa.

--Ya te dije que quería un chingado gato.