jueves, 28 de febrero de 2013

Y así, sin más, cinco puntos suspensivos.


Había un lugar en el que nada de lo que hacías era realmente presentable ni presentible, una especie de vacío capaz de alcanzarnos en cualquier recodo que pasáramos. Una duda, una certeza y al final una partida, lástima que en aquella partida solo tú partiste y yo me quedé aquí, esperando tu regreso, un regreso dudoso y una espera certera. Cuánto cambiaste por unas palabras bonitas, cuánto por unos halagos sinceros, cuánto de lo nuevo que le dio a lo viejo un sinsabor más allá del sabor que dejan los recuerdos.

            Y entonces, cuando te fuiste, qué pude decir: ¡No, no te vayas! No me dejes... dije lo único que podía y quizá lo mejor hubiese sido quedarme callado, hacer como si nada hubiera pasado, en lugar de hacer como si el pasado no hubiera ocurrido, o peor aún, que no existiera.

            ¿Cuántas veces no te habías marchado antes? ¿Cuántas veces no me había marchado yo? Recuerdas aquella, cercana a mi cumpleaños, creo que había sido dos días antes de esta ocasión. Era de madrugada y nuevamente, como si no hubiera aprendido mis lecciones previas, me decidí a buscarte lo que no debí de buscar. En tu teléfono encontré el mensaje de que te habías visto con alguien, o al menos donde quedabas de verte. Me temblaban las manos y el cuerpo como si estuviera helando, si me sentaba, mis piernas brincaban incapaces de soportar su propio peso, o quizá avisando que debía de partir. Sin embargo, en lugar de marcharme, preferí despertarte, platicar lo que pasaba, qué de malo podría haber en aquella plática, lo peor sería descubrir mis temores: que estuvieras enamorada de alguien más, ¿por qué otra razón lo harías?, ¿venganza porque yo lo había hecho antes? No había forma de que eso pudiera ser algo que no fuera relevante, pues para ti el amor no estaba separado de la atracción. Yo lo intuía, lo intuía cuando tu respuesta era casi fría al decirte te amo, y al contestarme: yo también, sin siquiera mirarme a los ojos, sin siquiera dejar que me iluminara el brillo de tus pupilas un segundo al decirlo, era la respuesta metálica que daría una máquina al pedirle que se ejecutara una orden.

            ¿Qué pasó entonces? Te levantaste de mala gana, diciéndome que no había pasado nada, que era un mensaje y ya. ¡Cuánta mentira aunque fuera verdad!, me diste la espalda y las únicas contestaciones eran ronquidos. Aún lo recuerdo como si fuera ayer: el frío, la madrugada, aquel silencio abrumador cortado por la mala postura de tu cabeza y el aire con el que llenabas el cuarto. Yo te miraba, dormida, como te había mirado siempre o casi siempre, con aquella sonrisa estúpida y aquel vacío en el pecho y esa pesadez en los hombros, que ni siquiera el gris humo era capaz de aligerar.
           
            La casa estaba enneblinada, y mis ojos, y mis pies, ambos lentos, ambos cansados, se movían del cuarto a la sala, y a veces a la puerta, ¿qué debía hacer, dejarte y ser feliz —o mejor dicho: "dejarte ser feliz"—?  Hacía tanto tiempo que no te escribía una carta, que no jugaba a mandarte papelitos con cera de colores y una moneda de diez centavos como sello, ni siquiera unas líneas: creía que sería suficiente con decirte al oído y en un susurro o gritártelo a la cara: "te amo". Cómo si aquellas palabras pudieran corregir todo el mal del mundo, o como si aquellas palabras, pudieran encerrarnos en una burbuja para no ser tocados por ese mal del mundo.

            Siempre creí que las risas nos salvarían y si no, aún estaban las guerras de saliva y de mocos buscando la piel del otro, o las almohadas, y las  palestinas a cuadros verdes y negros volando de un lado a otro de la cama, como volaban los calzones y los suéteres buscando las caras risueñas y las lenguas burlonas, como volaban después los besos y nuevamente las risas.

            ¡Cuántas risas no nos iluminaron aquellas noches oscuras cuando ninguno quería ser comido por los monstruos que salían de sus escondites detrás de las sombras al apagar la luz! Cuántas risas, gastadas en vano, cuántas miradas gastadas en vano, cuántos suspiros, cuántos respiros, cuántos "en vano". Porque de alguna forma así era tu amor, voraz, acabándose todo, y no estar satisfecho hasta tenerlo por completo, así como tú, y entonces te juré en silencio fidelidad, y aunque callado, tú te dabas cuenta de mi juramento, todos los días a tu lado, a todas horas, en todo momento, durante tantos meses, durante tantos problemas.
           
            ¿Qué no recuerdas que fui yo, y no él, quien estuvo contigo después de tu operación? Quien con disgusto estuvo ahí sacando los gastos sobre un solo par de hombros. Que fui yo quien lavó las sábanas de los pelos gatunos, para evitar que se te metiera cualquier bicho por alguna de tus heridas a las que yo bauticé con el nombre de tus hijos adoptivos de la escuela, de aquellos escuincles capaces de hacer a cualquiera desear no tener hijos por más que significara el fin de nuestra especie. Fui yo quien seguí consiguiendo lo de la comida, lo de la cena, lo de tu desayuno. Aunque solo fuera un pan y una leche de cuadrito con sabor a chocolate y siempre sonriente.
           
            Pero en aquel momento yo no sabía nada de esto aún, de haberlo sabido hubiera dejado apagado mi teléfono después de dejarte esa carta que tanto pedías, y salir de puntitas, con el mayor sigilo, con el mayor cuidado, de no interrumpir tu sueño. Sí, una carta y aquellos papelitos en donde pedía disculpas por no haberte podido llevar a comprar tu helado de yogur. Sin embargo no lo conseguí, no aguanté, prendí mi teléfono y en el justo instante que la señal agarró, entró tu llamada, podría haber colgado o dejarlo sonando, pero no pude. Sabías dónde estaba. Era uno de los puntos que conocías adonde iría a trabajar en el semáforo, llegarías a él tarde o temprano y sabías también, que tendrías que apurarte, pues al final, en la tarde, no regresaría a casa y me habrías perdido. Me lloraste tanto como se puede llorar a alguien, lloraste hasta que los ojos en lugar de verdes se te hicieron grises y chiquitos, lloraste... y nos abrazamos, no podíamos engañar a nadie, queríamos estar juntos, y entonces, con un beso, tus ojos nuevamente se agrandaron y se volvieron nuevamente verdes. Y no quisiste más cartas de mí, pues al parecer mis mejores letras estaban llenas de tus lágrimas y de las mías,  me pediste otra oportunidad...

            ¿Por qué no me dejaste ir en ese momento?

            Pasaron las semanas, y no escribía tanto como querías tú o como quería yo. Pero la verdad, a mí no me importaba, bastaba con esas noches de amor, aquellas noches de carne, sudor, gritos, semen, que eran el preludio para lo más importante: acostarme en tu pecho, o mirarte serena, y relajada, con tu sonrisa de niña y con tu rostro bello y a la vez tosco, la frente y las encías prominentes que me causaron tu distancia cuando las comenté a los pocos días de conocerte, que, sin embargo, no restaban tu belleza después de tantos años de estar juntos. Y yo te veía, con tu nada tierna boca abierta liberando saliva, y para mí, no eras nada más que tierna. Qué importaba las locuras que hacías, los enojos que te esforzabas en compartir conmigo, las rabietas a media noche donde salías descalza para que te persiguiera entre piedritas y pasto, si al final del día, y a mitad de la noche, yo podía verte ahí, serena, etérea, después de haberme convencido para que regresara al cuarto a dormir a tu lado. Qué tonto, de haber sabido habría aprovechado todas aquellas noches para dormir contigo, pero es que a tu lado uno se cree eterno y capaz de darse el lujo de desperdiciar una que otra noche en berrinches y en otro cuarto... porque al día siguiente, a la noche siguiente, a las horas siguientes, cuando las cosas recuperaban su normalidad, y yo podía verte entre sueño y sueño tan plena, tan linda, tan fresca como para calmar mi sed de miedo, y dejarme saciado de valor para salir nuevamente, al día siguiente, un rato a aquel mundo que no me gusta y del que tanto huyo. Todo eso con solo verte dormida, todo eso con solo verte despierta a mi lado, atrapada por la cama y el aroma que te gustaba encontrar en mi cuello y en mi barba; igual que el aroma que me atrapaba a ti en tu cabello o tus axilas, y  que tanto te apenaba ¿Es que no te dabas cuenta que cuando amas a alguien, no hay parte que no ames, y generalmente amo más, las que menos amas, como tus estrías, tus entradas... y tu explosiva manera de reír?
            ¿Y qué pasó después? El mejor y el peor regalo de cumpleaños, ya tardío, como suelen llegar las buenas cosas, me intentaste seducir en secreto, y yo desconfiaba de aquella nueva admiradora que tantas cosas de mí quería saber, sin embargo, a ti te lo decía, te decía de las pláticas y te decía del ligue y te decía del juego, y de aquellas cosas que no me importaban y que tú notaste. Te decía tanto que no vale la pena volver a decir, y que solo digo por no omitir nada.
            Te decía lo que querías escuchar, te decía que te había engañado, qué más podía decir si las verdades de que no lo hacía no me las querías creer. Y entonces, nuevamente hubo lágrimas. Y nuevamente te dije que me iría, como me había ido en otras ocasiones antes. Pero nuevamente no me dejaste y entonces llegó tu cumpleaños, sin dinero, el semáforo y la malabareada no daba tanto como quería, y en tu cumpleaños solo pude comprarte un mísero helado de chocolate, y una flor que fue descubierta antes de tiempo, una flor que te había dado la oportunidad de ponerte a mano y ahora ser tú la que arruinaba la sorpresa, mísera sorpresa, pero con sincera intención, una rosa roja, quizá más roja que la de Wilde, quizá más roja que la de la Bestia porque era real y no de letras. Pero zaz, al final descubierta, con mi cara de sorpresa y mi gesto maldiciendo. Una de cal por las que van de arena. Y cuántas de arena no había echado yo, siempre con el comentario imprudente, con la acción imprudente, con el beso fallido, con el abrazo más corto de lo que te hubiera gustado.
            Así más o menos pasaron unos días, quizá semanas, entre risas y juegos, y noches de películas y más monstruos acechando a los que poco a poco les dejabas de temer; pero siempre con juegos y deudas de chocolates. Y entonces nos teníamos que poner a hacer cosas, porque las camas nos consumían, la comodidad nos consumía, la costumbre nos consumía, una costumbre que todo mundo podría tachar de insana y que al final, me vale madres, porque era tuya y era mía. Pero insisto, no podía seguir así, cuando creíamos en el punto más seguro uno del otro, tú encontraste por fin una obra de teatro en la que participar, porque amas el teatro, eso no lo olvido, como no olvido el tatuaje que algún día te harías, con las máscaras de la comedia y la tragedia unidas en un dibujo minimalista.
            Y entonces, cuando planeábamos un nuevo viaje, la máscara de la tragedia se colgó del rostro de mi tío. Un accidente en moto, diez días después había muerto, yo lo tenía ahí, de repente dejó de respirar mientras dormía unos minutos, todo un desmadre, papeleos, idas y venidas de un lugar a otro y el traslado. Un último viaje con él, escoltando la carroza por las carreteras de Guanajuato, Querétaro y la Capital. Una semana deprimido y después tú ya no me aguantabas, volví a buscar lo que no debí haber buscado, y volví a encontrar lo que no debí de haber encontrado. Mi peor error, te corrí de la casa, al día siguiente pedí disculpas, una semana para pensar las cosas. Yo no quería, pero la tomaste, con cuatro kilos de mi ánimo y el aire que me daba la cajetilla y media de cigarros. Al regresar, al darme tu respuesta, te llevaste otras tantas noches de sueños y otros doce kilos de ánimo entre lágrimas e ilusiones. Lo demás, ya lo sabes, ha sido un desmadre que he escrito, y es curioso ver cómo algunas cosas no paran de salir, algunas cosas no cambian, como mi espera, y tu ausencia. Como esta falta, y ya, así, a secas, sin más palabras… salvo los cinco puntos suspensivos, uno por letra, de ese pueril: “Te amo (.. …)”.

viernes, 22 de febrero de 2013

Hoy me pasó algo curioso, que al final del día me dijo que estaba por el buen camino. Desperté esperando el mail de alguien y me llegó el de alguien más que no esperaba. Una chica con la que solía salir, me dijo cierta clase de insultos por narrar ciertas cosas que se supone no debí haber narrado. Fui a su casa esperando aclarar el punto, pero no estaba. Después fui a ver a la única verdadera amiga que me queda, y que no es parte de la familia, y a platicarle de mis desventuras, la verdad es que fue irónico, la vida me ha dado muchas ironías últimamente. Después nos fuimos a comer, y seguí platicando de diferentes temas, como mi vida de escritor, el guión que recién le terminé, y algunos "rituales" que tienen ciertos escritores para escribir. Algún tiempo después de haberme despedido de ella, también me fui del lugar. Iba a una conferencia sobre creación y peligro (o algo así), con Xavier Velasco. La charla fue extremadamente amena, y me hizo caer en cuenta (de nuevo) de que se escribe sin pensar en lo que los demás pueden pensar de nosotros, que sean ellos los que se las arreglen con su pudor y sus objeciones. Entonces creo que voy por el buen camino, aunque eso me termine dejando cada vez más solo... ni modo así es esto, no?

jueves, 14 de febrero de 2013

sin título

Bien, no sé el tono de esta entrada ni la intención, estoy atorado con un guión, eso es lo único seguro que tengo, bueno, casi, también tengo seguro el cigarro que me estoy fumando y las tres cuartas partes de cajetilla que me quedan, de ahí en fuera no tengo nada más. Chale, otra vez mintiendo, tengo la certeza de extrañar a gente, esa cosa me tiene de repente absorto en estas seguridades tan certeras como el temblor en las manos que me da últimamente cuando fumo, quizá sean tantas desveladas. Mi tío me dice que si vivo de humo, me pongo a pensar, de qué otra cosa puedo vivir en estos momentos. Sí, ingiero alimentos, sí ingiero bebidas, sí, respiro, si a muchas cosas, sí, sencillamente sí. Sí te extraño, sí, me extraño, sí estoy yéndome entre el humo y sí, una vez más, me haces falta. Sí he sido lo mejor y lo peor que puedo ser como persona, porque sí, he sido auténtico. Y por último, sí, no ha sido suficiente, pero sí, me fumaré otro cigarro y sí seguiré pensando mientras sí, tengo atorado ese guión y esa ausencia.

sábado, 2 de febrero de 2013

A la caza del sincero

Juanito (Pachito, Manuel, Marco, o como quieran llamarlo) asumió su culpa a los 3 años al romper el vaso de leche. A los cinco años pasó mal el recado por teléfono y dijo: "dice mi mamá que no está".
   
     ¿A qué viene esta mala y breve historia? A la caza de brujas que me ha sucedido últimamente. Parece que mi mayor defecto es mi sinceridad. Al menos eso me ha pasado en mis dos últimas relaciones... a ver, a ver, empecemos de nuevo.

     El mundo apremia la sinceridad, la vanagloria como si fuera un valor que es necesario incentivar, pero socialmente es disfuncional. Las personas cazan a los sinceros los persiguen de tal manera que los más inteligentes tienen que aprender a mentir para poder estar en este mundo sin ser criticados y comidos por los demás. Los mentirosos son premiados en tanto no se descubran sus mentiras y lo sinceros que asumen su sinceridad de forma inmediata son vistos como cínicos.

     Ahora sí, y aterrizándolo en mi caso concreto, mis dos últimas relaciones valieron mierda porque he aceptado mi historial de negligentes experimentos de vida: fui infiel un par de veces, y acepté contar las cosas sin tapujo y sin miedo las cosas que había hecho, pues confío en la decisión de cada persona. Y así perdí la primera de estas relaciones de las que hablaba. La segunda por petición: terminé contando lo que había pasado en mi relación anterior y mis deseos sinceros de cambiar, pues habían terminado mis experimientos, que también había expresado en mi relación pasada. Pero la verdad es que la gente no cree, no confía y además castiga esa sinceridad...

      Sinceridad: solo los más correctos, los más valientes o, como en mi caso, los más pendejos.

viernes, 1 de febrero de 2013

Monotemático, vergüenza (o nuevo recuento de daños)

Habría que hablar de tantas cosas que uno luego termina sin recordar. Generalmente los problemas terminan siendo rebasados y cambiados por nuevos problemas que adquieren una mayor prioridad, hasta que llega un nuevo problema que escala a la posición número uno de nuestro top ten. Seguramente la vida va oscilando entre problema y problema y, también por qué no, momentos de serenidad y quietud. El problema es que últimamente mis situaciones problemáticas principales me hacen recordarme en la época de la preparatoria dónde todo giraba en torno a las mujeres, la lectura y la escritura. En la actualidad no mucho de eso ha cambiado, salvo que ahora vivo solo, y el problema constante es cómo conseguir qué comer el día de hoy. La verdad como ese detalle termino resolviéndolo día a día, vuelve a descender de lugar para dejar paso nuevamente a mis tres primeros lugares que constantemente cambian de lugar entre ellos. En realidad es un tanto divertido cuando logro verlo desde fuera, o quizá sea que ya no me queda más que la risa, quizá como me ha hecho reflexionar Xavier Velasco: la vergüenza y la preocupación hace mucho que se han acabado al menos en estas áreas.

      Sin embargo, hace algún tiempo que ciertos de esos problemas se unen, confluyen y hasta cierto punto se  simbiotizan en mi cabeza, en realidad no sé por qué pero todos ellos tienen que ver con el amor, y al final también mis escritor y cuando logro escapar al mundo de las lecturas, saltan en letras rojas las partes de amor (desamor). De alguna manare soy un tanto monotemático (¡claro!, un tanto -diría mi cerebro-). Y pensar que uno ya lo iba superando... no, en realidad sí ya lo he ido superando, hace unas semanas que retomo mi nivel de lectura que había sido pausado durante dos años, y escribo tanto más como puedo (en los últimos tres meses al rededor de ciento veinte cuartillas de word, más de la mitad el mes pasado)... y al final qué... al final uno se da cuenta de que por más que trata de dejar esto de lado, siempre queda una espinita por ahí esperando aparecer en el momento de mayor vulnerabilidad. En mi caso justo ayer, después de un par de días en los que la chica con la que "salgo" se ha puesto rara, y me recuerda a una situación similar hace tres años en las que tanto caos femenino, me hace pensar en mi relación pasada.

      Recuento de daños: un poco de tristeza, un tanto más de introversión y feas canciones de mi ex desgraciada, que aparecieron misteriosamente en la lista del itunes. Ahora, me avergüenza decirlo, estoy escuchando Katie Perry (o como demonios se escriba). Y es así que veo que aunque no lo creía, aún tengo un poco de vergüenza por ahí escondida.