martes, 22 de septiembre de 2015

Yo, conmigo en el trabajo.

--¿Sabes, viejo?, yo sé que no tengo por qué importarle a nadie. Estoy acostumbrado a que en el sema no te miren y si te miran te vean feo, como si les fueras a pegar algo. Digo, sé que no toda la gente te mira de esa manera pero, ¿alguna vez te has preguntado si alguien de los que te ven se acuerde de ti después? ¿Crees que alguien lo haga? No les importamos y está bien, no tenemos por qué importarle a nadie, no somos el asunto de nadie, pero... ¿sabes? En verdad me gustaría tener a alguien a quien importarle de vez en cuando...

lunes, 21 de septiembre de 2015

Ayer, hace tres años...

Ayer, hace tres años de aquella época: el comienzo del fin... ayer, a tres años... sigo sin poder salir del todo de ahí.

lunes, 7 de septiembre de 2015

TRISTIA Capítulo 0

Aun hoy, a un año de que ella decidiera marcharse, su nombre le sigue quemando en la lengua. En aquel entonces la carretera a las costas nayaritas se había vuelto muralla; una muralla de curvas y tierra entre él y el destino; una muralla de arena y espuma que, además, se habían vuelto cobijo.
Pero él no piensa en ella ni en eso; no por el momento. Fuma un cigarro. Dentro de poco aparecerá su hermano: Caín. Lo sabe. Mira sin mirar las paredes que otrora albergaban risas y reclamos, ahora humo y silencio, y recuerda.
Acaricia en la memoria la familia de seis que solía tener: los dos hermanos separados por algo más que siete años, las tías gemelas, la abuela y las profecías. Después la abuela los dejaría en cinco y más tarde pasarían a ser dos: él y los otros.
El día que decidió alejarse de todos también estaba en esa misma ventana en la que ahora fuma, acariciando el mismo recuerdo en el que la abuela aferraba las manos cadavéricas a un tubo de papel lacrado: cuánta solemnidad en el detalle que, si bien no le ponía los pelos de punta, sí le generaba una especie de malestar en la panza y en la nuca.
Odiaba las profecías, las había odiado toda su vida, y que de pronto, aquel ser a quien su propia calavera le iba comiendo cada vez más el color y los ojos y los párpados, decidiera terminar su estancia física dejándole un regalo de ese tipo, se le hacía el colmo de la burla: como era natural en ella, no podía irse sin joderle más las cosas, dejarle anidando entre letras un último ave de malagüero.
Hacía mucho tiempo que la matriarca estaba imposibilitada para proferir oración alguna que no fuera interrumpida por tos o jadeos, pero la fuerza dejó de socorrerle en los dedos hasta después de mucho tiempo, dejándole las manos libres para su cometido; era seguro que lo sabía, si sabía cosas de las demás personas, era inevitable que supiera lo propio. Así que había escrito y lo había guardado como regalo funerario en el lecho de muerte iluminado por velas.
¿Y qué es lo que él pensaba en esos momentos? Maldecía, seguro y seguido maldecía, maldecía tener oídos sanos con los que pudiera escuchar, y maldecía tener ojos con los que pudiera leer. Porque siempre había algo por ahí, una tía o la otra, o la abuela, dispuestas a decir algo. O este caso, a entregar algo. Maldecía hasta la nariz que era capaz de oler en esos momentos el olor a cera, ese aroma a viejo; a eso olía su futuro: a pasado, al aroma de la cera y el de la palma, esa palma bendita que la abuela encendía cuando alguna tormenta arreciaba; esa palma y el humito y el aroma, cera y palma , y los rezos (Glorifica mi alma al Señor...), aquellos rezos que decía la abuela mientras intentaba controlar la naturaleza con humo y palabras (...cuya misericordia se extiende a todos cuantos le teman...) . ¿Por qué tenía la abuela esa necesidad de que todo fuera controlado por ella? (...disipó el orgullo de los soberbios trastornando sus designios...) Por eso se sentía decepcionado de las tormentas cuando bajaban su intensidad después de los rezos, sentía que la escuchaban, la obedecían. ¿Por qué no podía dejar la abuela que las cosas sólo siguieran su curso? (...desposeyó a los poderosos y llenó a los humildes...) Que dejara durar a la tormenta su tiempo, aunque la casa cayera a granizos, y el agua entrara a borbotones por las coladeras, y tuviera que remar con escobas la lluvia a la salida (...y así nos libre de accidentes, huracanes, tornados...). Pero la lluvia siempre cedía, se aquietaba en chipichipi ante los rezos y los movimientos en cruz y la ascendencia del humo (...rayos y de todo mal...); salvo una vez… aquella vez de niño en que con coraje y odio hacia la abuela, susurraba que la lluvia no pararía, que seguiría hasta que descargara lo que tuviera que descargar (...Bendito sea Dios en el Santísimo Sacramento del Altar...). Pero de aquello ya no se acordaba, había olvidado su victoria entre todas las derrotas (Amén.). Y sólo le quedaba pensarse marioneta: el muñeco sodomizado del destino.
Por eso no quería leer el contenido del tubo, no quería saber del lacre ni del papel que eran su caja de Pandora. Pero no podía quemarla, romperla o hacerle cualquier otra cosa, algo dentro de él lo impedía: la curiosidad de abrirla cuando fuera el tiempo: ya viejo, ya en el lecho de muerte: ya cuando todo hubiera acabado. Por eso había decidido dársela a guardar a su hermano: La curiosidad dejó de existir o, al menos, de hacerse presente.
No había necesidad de recordar tal profecía cuando siempre habían algunas desperdigadas en la corriente de aire por la que él pasaba. Y en una de esas ventiscas de palabras se enteró de la pérdida de su amigo y el abandono de su novia: hechos que lo afianzaron a la certeza de los oráculos, que lo llevarían a la decisión de restringir, lo más posible, las relaciones con todos.
La única profecía que le había gustado en verdad, más que condena, le pareció revelación: se dedicaría a la literatura. Pasaba los días leyendo, buscando ahogarse entre los mares de letras por los que pasaba y en los que pasaba los días, las horas y hasta los meses. Iba a dar clases a la escuela y de ahí a su casa y de su casa a la escuela. Olvidando lo que era mirar al cielo, quizá era lo mejor para él, porque, a veces, en el cielo llovían estrellas, de ésas que suelen cumplir deseos. Aunque, si lo hubiera visto, no habría sabido qué pedir, aun cuando muy dentro lo tuviera claro: ella no dejaba de aparecer, escondida y a cuentagotas aparecía, unas veces callada en un aparente olvido, otras en el momento preciso por el que pasaba el recuerdo.
Desde su temprana adolescencia soñaba con ella. Aparecía en un parque que conoció muchos años después, pero que, para ese entonces, ya no reconocía. Con un camisón transparente que se ajustaba a las curvas de sus senos resaltando sus pezones. Ella estaba sentada, arrancando hojas de pasto, mientras él la miraba desde la distancia. Se le hacía muy bella. Pese a que su sueño era en blanco y negro, él sabía que la piel de aquella chica era clara, no blanca, pero clara. Su cabello no era rubio, pero sí de un castaño más dorado que café. Sabía también, confundido por el mundo onírico, que su olor era a otoño.
Otoño era la única palabra que encontraba para describir ese aroma que estaba seguro ella emanaba. A maderas y hojas secas, a un atardecer con un cielo en llamas; a calidez. Entonces, mientras él la seguía mirando, ella volteaba hacia él, le sonreía con una sonrisa radiante y oscura. Él se asustaba, seguro de que había alguien más allí, entre las hojas, entre la sombra, esperando. Entonces ella le sonreía con más agrado, extendiendo una invitación reforzada por el gesto de su mano. Después volvía a sonreírle y él, como cervatillo cobarde, avanzaba poco a poco hacia ella. Se detenía mirando a los lados y, aunque él sabía que era él, también sabía que era una especie de ciervo al que podían saetear en el campo abierto: carne de sacrificio.
Había algo en ella que le impedía detenerse; no tenía más intención ni deseo que acercarse a la chica. Aguzaba las orejas y la nariz esperando detectar el aroma, el crujido, la señal que le diera el pretexto para salir corriendo lo más lejos posible hasta que de cervatillo pasara a ser hombre. Sin embargo se acercaba y todo seguía en orden, sólo estaba ella con su mano estirada, con su sonrisa amplia de otoño arrebolado.
Cuando estaba al alcance de la mano de la chica, retrocedía, se quedaba quieto, expectante al sonido de la cuerda tensándose, o el clic metálico del martillo de un arma. Entonces ella se acercaba y él se daba cuenta de que ya tenía la caricia en el mentón y nunca había sido nada más que humano; entonces ella depositaba su mano en la mejilla y le acariciaba con el pulgar la piel entre el pómulo y la nariz, haciéndolo sentir protegido, privilegiado, inmune. 
Con el paso del tiempo el sueño se fue marchando; a veces regresaba con algún nuevo dato, una imagen extra. Pero cada vez que aparecía lo hacía para irse por más tiempo. Las últimas veces que el sueño lo visitó, todo terminaba cuando se tocaban los labios y no había tiempo ni para saborearla un poco con la lengua, ni para la saliva, ni para los mismos labios; a penas un roce, una prueba de éxtasis, de comunión sacra con un mundo ajeno y lejano. Tierra y cielo se unirían en un periquete entre truenos y rayos y lluvia.
De la tibia espuma brotaba un cuerpo lozano y sedoso, lo etéreo se había vuelto sustancia, y por un instante todo era eterno: el limbo entre ósculo y beso, la mera caricia de labios, el toque efímero entre belfos que al juntarse los separaba: el despertar infame de un día soleado.
Cuando llegaba a pasar, detenía su mundo. No salía de casa, ni de cama. Se quedaba guardado bajo las cobijas, no a la espera de capturar de nuevo el sueño (hacía mucho que había perdido la esperanza de lograrlo), sino de reunir las fuerzas, supurar la ponzoña: expeler maldiciones, amenazas y reclamos. Sentir nuevamente la seguridad del vacío de su casa, la protección de sus paredes, del techo, hasta que pudiera regresar a sus viajes de la casa a la escuela y viceversa... hasta que ella fuera olvidada y volviera a aparecer.
En el último par de avisos que tuvo de ella incluso pudo escucharla. Mientras la veía a los ojos, uno de un color y otro de otro, con voz sedosa que lo acariciaba, ella le decía que él no era su propio dueño, que era de ella, pero que aún no era el tiempo. Con los años, ella se escondió en el umbral de la cabeza; desde ahí lo acechaba y quizá, si hubiera salido esa noche a mirar el cielo, ella habría aparecido nuevamente, y nuevamente lo hubiera hecho como deseo de aparecer. 
Quizá ella habría aparecido de todas maneras, quizá por obra y gracia del tipo a oscuras que desde la calle lo miraba, como si con esa mirada pudiera atravesar paredes y puertas; o quizá por las estrellas, o por conjunción de las tres. Pero no apareció de inmediato. Primero vino una llamada telefónica. Era imposible que fuera alguien más que su familia. Aquella familia que formaba el grupo "los otros". Aquella familia que lo conocía dentro de lo que cabe, y hasta donde él había podido hacerlos permanecer a raya; una raya que si no era violenta sí contundente. Por eso, la voz femenina le instó a que no colgara el teléfono, a que aguantara al menos lo necesario  para escuchar lo que le debía de decir.
Se trataba  de un trabajo, se había abierto una plaza para profesor de literatura en una preparatoria pública, la misma preparatoria a la que asistía su hermano Caín, la misma prepraratoria donde conocería a aquella joven de ancas macizas, y ojos dispares. Aquella chica que durante mucho tiempo también fue olvidada en el umbral del mundo onírico y el de la vigilia. Aquella chica que en ese entonces y durante muchos meses careció de nombre. Aquella, la única capaz de hacerlo regresar la vista del suelo al horizonte.
Así fue que, cuando todo había ocurrido y él regresaba a casa, mientras veía sus paredes vacías y llenaba de humo su sala, oscurecida, y en compañía silenciosa de aquella sombra, esperaba a Caín. Sabía que su hermano llegaría en cualquier momento y sería justo entonces cuando las cosas empezarían a cambiar. Aquella pared que era el destino y que no había terminado de caer nunca, por fin empezaría a tambalearse. Todo lo que tenía que hacer era esperar, aguardar el momento justo para que todo acabara. El fin de las profecías, y de aquella vida de otro tiempo que le llegaba por oleadas a la memoria. Aquella vida que había empezado casi tres años atrás, cuando ella había llegado a casa y que había terminado hacía un año en las costas de Nayarit, dejándolo con la duda y el abandono y el odio.
Ahora prende un cigarro más y es imposible que, entre tanta nube, no pueda recordarla a ella. La recuerda tal como llegó, en algún punto límbico; entre la duda y la certeza. No sabe si fue algo que vivió o decidió inventar, como consuelo de antes de su llegada o de cuando ya se había ido. Pero puede verla con claridad, pese al año de distancia. Con la sonrisa y su piel clara, y también escucharla meliflua y nítida. Pero es todo lo que hay, sólo puede verla y escucharla, como si estuvieran en un inmenso fondo blanco, donde no hubiera nada más.
—¿Qué somos?
—Pues yo soy niño y tú niña.
—¿Y qué más?
—Personas.
—¿Viajeros?
—Caminantes. Trotamundos, soñadores. Lo que tú quieras.
—¿Y somos también aquella playa?
—Somos esa playa de aquel día.
—Esas olas.
—Esa arena. Esa salada comezón que rozaba en las piernas.
—¿Y esa luna?
—Claro, y esas estrellas y esas gotas gordas que nos empaparon.
—¿Y las gotitas?
—¡Y las gotitas!
—Pero se secaron.
—Y así nos secaremos nosotros.
—Yo no quiero secarme, quiero ser algo que no se seque.
—Todo se seca, aunque brinques; el sol seca, el viento seca, la vida seca.  
—Quiero ser algo que no se seque.
—Todo se seca.
—No todo, esa playa y esa luna no se han secado.  
—¿Cómo sabes que no está seca?
—Porque tú y yo nos acordamos. No dejes que me seque.
—¿Cómo?
—Con un nombre, llámame con un nombre que no olvides, pero que tampoco te recuerde a nadie más si lo oyes. Que al escucharlo nada más pienses en mi carita y mi cuerpo.
—¿Qué nombre?
—Llámame Lilith.


miércoles, 2 de septiembre de 2015

EL APELATIVO

--Shhh. No digas ese nombre.
--¿Por qué?
--No es bueno despertar a los muertos.
--¿No estás siendo un poco dramas?
--Si tú dices...
--¡No jodas! ¿Qué se supone que significa eso?
--Lo dicho.
--¡Cómo pudiste!
--No podía seguir así.
--¿Así cómo?
--Así, berreando como sirena de ambulancia en las noches, deslumbrando a gritos la madrugada, mirando por las ventanas, buscando... Era cansado. Era desesperante. Era cruel.
--¿O sea que le asesinaste por compasión?
--No puedes asesinar a algo que no ha estado vivo.
--Pero lo hiciste, le asesinaste.
--¿Y qué esperabas? ¿Querías que le siguiera mintiendo, que le contara historias, cuentos de hadas, que le dijera que las cosas siempre pueden mejorar, que si cree lo suficiente sus deseos se cumplirán?
--¿Preguntaba por mí?
--No hacía falta, siempre estaba recordando todo lo que habíamos hecho, cómo jugábamos con las almohadas antes de dormir y cómo nos espantábamos cuando se iba la luz y cómo un día, entre bromas, había surgido...
--¡Vaya! ¿En serio lo has hecho?
--...
--No tenías derecho, también era parte de mí.
--¿Qué querías? Dijiste que no ibas a regresar.
--¿Y no me conoces... me conociste lo suficiente?
--¿Sí?
--¿No? Lo sabías, sabías que iba a volver. Si no qué haces aquí ahorita; por eso no me dices nada, no haces preguntas. Lo sabías.
--...
--Tu frialdad, tu distancia... Le extraño.
--....
--Te dije, le tuve que matar.
--¿Entonces por qué estás aquí?
--También le extraño.
--Cari...
--Shhh, deja a los muertos en paz.