Espero que lo disfruten.
IV
Su muerte no fue poética, ni pulcra, ni decente; fue una
chingadera que me hizo mientras estaba dormido. En veinte minutos de ausencia
se llevó hasta la fiebre. Me dejó las babas que salían de su garganta agujerada
con el carraspeo de un gargajo, y el saco de huesos con rayones que le conocía
desde pequeño. Me dejó con el chingadazo de no saber a quién le aviso, por
quién empiezo. El más pequeño de los hijos, porque de los hermanos me había
vuelto yo.
Seis de
la mañana del veinte de septiembre, cuatro días antes de su cumpleaños, todos
enterados, entre chismes y teléfonos descompuestos, y rostros descompuestos y
corduras descompuestas. Solo estábamos mi abuela y yo por allá, pero yo andaba
ocupado, entre papeles y trámites y papeles y más trámites y más, más, más, y
cuando pensé que se había acabado, más trámites, entre ministerios y registros,
forenses, hospitales servicios funerarios. Ni tiempo te da de pensar en la puta
muerte porque te sigue comiendo la puta vida; hasta que doce horas después,
cuando uno cree que por fin descansa termina diciendo “estoy muerto”, sin afán
de ofender al difunto.
A las
siete de la noche empieza la caravana, el último viaje del trailero por las
autopistas. Hasta en la muerte anda viajando. Lo acompañan una exmujer, dos
hijos, dos hijastros, dos desconocidos y este que ya no era su sobrino;
derechito al velatorio del panteón San Isidro.
Una y
tantos de la madrugada del día siguiente, caras largas vestidas de llanto,
familias vestidas de negro y yo sin tiempo para llegar con algo más que
huaraches y mezclilla, lo único negro que llevo son las ojeras y un tanto de la
sonrisa.
“Todo
esto le tenía que pasar al más fuerte”, dijo un primo; así es, Oscar era el más
fuerte; “no, a ti” me contestó; ahora parece ser que yo había sido el heredero
a su corona. Pero uno no se siente muy fuerte cuando abraza a su abuela
mientras grita “¡Ay, mi hijo!”. Y se tiene que tragar las lágrimas por más que
se le atoren en el gañote.
Y entre
tanta muerte, tanto dolor y tanto llanto, uno se siente afortunado de tener una
mujer que lo ama, y la parte de atrás de un auto para hacer el amor y olvidarse
de la muerte al menos en lo que se queda dormido; no importa que al otro día
uno despierte solo, y tenga que ir solo entre los conocidos a meterle sus
Marlboro en la caja, a recordarle al amigo poner la canción prometida, a mirar
solo cómo los ciegos no solo lloran sino que se les sale el corazón por los
ojos, a mirar cómo las madres tienen que ser agarradas para que no se avienten
en la tumba. Y entonces uno termina de sentirse solo como nunca, cuando ve a
todos cantando para ocultar su tristeza, cuando ve a unos pocos llorando porque
no pueden ocultar su tristeza y solo quedo yo en el limbo porque ni puedo
llorar ni quiero cantar. Y cuando uno piensa que esto se acaba, y le echan
tierra y se ven a los hijos gritar el porqué le echan la tierra, y seguirles la
madre el camino de las lágrimas, y seguirles después los padres con la segunda
vuelta, uno termina por no saber si sentirse solo o pendejo por seguir sin
poder llorar.
“¡Ay,
hermanito, has de tener frío!” Diría mi madre.
“Ay carnal, por fin
lograron mantenerte quieto; no más viajes para este trailero.” Diría yo.
“Para este caballero del camino.” Diría mi madre. Y por hoy
no la corregiré diciendo que así es como se les dice a los Federales. Hoy mi
tío Oscar, es todo, desde la oveja descarriada y acogida, hasta el ángel de la
guarda de la familia.