sábado, 30 de marzo de 2013

Un poema más

Antes de hablar de esos desmadres del artista o por los cuales me han catalogado en esa área, quiero dejar otro poema a una persona que fue muy especial para mí.

Espero que lo disfruten.



IV
Su muerte no fue poética, ni pulcra, ni decente; fue una chingadera que me hizo mientras estaba dormido. En veinte minutos de ausencia se llevó hasta la fiebre. Me dejó las babas que salían de su garganta agujerada con el carraspeo de un gargajo, y el saco de huesos con rayones que le conocía desde pequeño. Me dejó con el chingadazo de no saber a quién le aviso, por quién empiezo. El más pequeño de los hijos, porque de los hermanos me había vuelto yo.
                Seis de la mañana del veinte de septiembre, cuatro días antes de su cumpleaños, todos enterados, entre chismes y teléfonos descompuestos, y rostros descompuestos y corduras descompuestas. Solo estábamos mi abuela y yo por allá, pero yo andaba ocupado, entre papeles y trámites y papeles y más trámites y más, más, más, y cuando pensé que se había acabado, más trámites, entre ministerios y registros, forenses, hospitales servicios funerarios. Ni tiempo te da de pensar en la puta muerte porque te sigue comiendo la puta vida; hasta que doce horas después, cuando uno cree que por fin descansa termina diciendo “estoy muerto”, sin afán de ofender al difunto.
                A las siete de la noche empieza la caravana, el último viaje del trailero por las autopistas. Hasta en la muerte anda viajando. Lo acompañan una exmujer, dos hijos, dos hijastros, dos desconocidos y este que ya no era su sobrino; derechito al velatorio del panteón San Isidro.
                Una y tantos de la madrugada del día siguiente, caras largas vestidas de llanto, familias vestidas de negro y yo sin tiempo para llegar con algo más que huaraches y mezclilla, lo único negro que llevo son las ojeras y un tanto de la sonrisa.
                “Todo esto le tenía que pasar al más fuerte”, dijo un primo; así es, Oscar era el más fuerte; “no, a ti” me contestó; ahora parece ser que yo había sido el heredero a su corona. Pero uno no se siente muy fuerte cuando abraza a su abuela mientras grita “¡Ay, mi hijo!”. Y se tiene que tragar las lágrimas por más que se le atoren en el gañote.
                Y entre tanta muerte, tanto dolor y tanto llanto, uno se siente afortunado de tener una mujer que lo ama, y la parte de atrás de un auto para hacer el amor y olvidarse de la muerte al menos en lo que se queda dormido; no importa que al otro día uno despierte solo, y tenga que ir solo entre los conocidos a meterle sus Marlboro en la caja, a recordarle al amigo poner la canción prometida, a mirar solo cómo los ciegos no solo lloran sino que se les sale el corazón por los ojos, a mirar cómo las madres tienen que ser agarradas para que no se avienten en la tumba. Y entonces uno termina de sentirse solo como nunca, cuando ve a todos cantando para ocultar su tristeza, cuando ve a unos pocos llorando porque no pueden ocultar su tristeza y solo quedo yo en el limbo porque ni puedo llorar ni quiero cantar. Y cuando uno piensa que esto se acaba, y le echan tierra y se ven a los hijos gritar el porqué le echan la tierra, y seguirles la madre el camino de las lágrimas, y seguirles después los padres con la segunda vuelta, uno termina por no saber si sentirse solo o pendejo por seguir sin poder llorar.
                “¡Ay, hermanito, has de tener frío!” Diría mi madre.
 “Ay carnal, por fin lograron mantenerte quieto; no más viajes para este trailero.” Diría yo.
“Para este caballero del camino.” Diría mi madre. Y por hoy no la corregiré diciendo que así es como se les dice a los Federales. Hoy mi tío Oscar, es todo, desde la oveja descarriada y acogida, hasta el ángel de la guarda de la familia.

martes, 26 de marzo de 2013

Hola de nuevo

Lo siento, no había escrito aquí porque desde hace unas semanas (quizá meses), una profesora me pidió que hiciera un ejercicio para la creatividad que además me llevó tiempo decidir que publicaría (la entrada anterior), y por cuestiones medio tontas de mi parte, en lugar de decirle el nombre de la entrada, preferí solo no agregar entradas nuevas; el día de hoy ya lo leyó y me dió su opinión, así que regreso a intentar publicar una cosa a la semana. En esta ocasión un poema que es parte de otra serie de poemas. Ojalá lo disfruten. Quizá la próxima semana me atreva a publicar la oscura vida del artista (lugar en el que me han catalogado últimamente algunas personas que considero con cierta autoridad, al ver el estilo de vida que llevo y su relación con la escritura).




I
En esta prisión de enfermos
el estómago se me hizo duro
tocándole las heridas
      los raspones
del que parece ser mi tío.

El paciente de la cama siete
vestido de fiebre y con pañales
acostado en colchones de plástico antiséptico
es el que dicen que es mi tío.

Es hora del baño, me hacen pasar
y las manos, mis manos lo agarran
lo ponen suavemente de costado
sintiendo crujir sus huesos.

Unas gasas lo tallan; esponjas
un pedacito de costra; la piel viva
del otro lado lo mismo
ahí se resienten los tronidos
      chasquidos
            crujidos
depende qué le agarre.
Mangueras por todos lados,
unas por las venas
      una por la boca
           una por el pene
(solo le faltaba una entre las nalgas)
y otra más al final para succionarle el agua


(Tantas mangueras para sacarle la muerte o meterle la vida.)

“Muévelo otra vez”. (Quiébralo un poquito más.)
hay que meterle las sábanas limpias por donde se pueda
(Quiébralo pal otro lado) “Con cuidado, no lo vayas a lastimar”
a jalarle el bulto de sábanas
que quede bien acomodado.


Y entonces a uno solo le quedan los dos
minutos de vista para ilusionarse
 con que
mueve los ojos cuando le hablan,
con que
respira diferente al ritmo de la máquina
con que
se levantará mientras uno va a colgar la bata
o mientras se quita con jabón
los restos de esperanza de las manos.