jueves, 5 de febrero de 2015

Somníferos, por favor, que sea con somníferos.

A veces me ponía a pensar por qué me llegaban momentos de apatía. Cuál era la razón que los detonaba. A qué se debía. Me preguntaba si era una depresión que tenía escondida. Después se iban, se cambiaban por otros estados anímicos, incluso tenía momentos de franca emoción. Pero siempre terminaban llegando estados en los que todo me daba igual. Quizá siga deprimido en un nivel que soy incapaz de confirmar. Últimamente cuando leo, las lecturas me terminan dando una gran sensación de tristeza y, curiosamente, muchas de las lecturas con las que me he encontrado tienen temas del suicidio... Camus tenía razón: la única pregunta verdaderamente importante para el hombre es por qué no se suicida. Creo que todo el que tiene una idea del futuro es menos propenso a tomar dicha determinación, o al menos un futuro no tan atroz, o tan trágico, porque queda claro que si alguien ve en su futuro el hecho de una enfermedad que lo va a llevar a la desintegración del cuerpo y la psique, terminará más cercano a la acción del cese de la vida por voluntad propia y consciente.
     Sé que el suicidio tiene que ver con la etapa en la que se encuentra uno, y que es una forma de decir que no quiere seguir viviendo esa etapa; vaya, un suicida en realidad (la mayoría de las veces) no quiere matarse, sino matar todo lo de afuera, pero la única forma que termina encontrando es haciéndolo consigo mismo...
     Pensaba que quizá la soledad era el problema; pero he salido y me doy cuenta de que no me interesa estar con nadie. Pensaba que el dinero era el problema, pero estuve en un buen trabajo, donde hasta me hice el tatuaje que quería desde hace años, y tampoco me sentí tan diferente. Lo único que ha seguido en mi cabeza es ponerme a escribir, no es algo que me entusiasma demasiado, y a la vez es algo que me apasiona, y quizá ése sea el gancho que realmente me tiene aquí. No veo el suicidio como una solución a una vida que me desagrada; y es que el problema básicamente es ése: estoy apático: no me desagrada mi vida, pero tampoco me agrada. No quiero estar aquí, pero tampoco me afecta estar. No quiero estar soltero, pero tampoco quiero estar acompañado... en resumidas cuentas, salvo por escribir, no me interesa nada; no hay odio, no hay amor, no hay furia, no hay miedo, no hay esperanzas, no hay desesperanza, no hay preocupación; ni siquiera el tomar me produce una sensación de ese estilo; antes tomaba para sentir esa agradable nostalgia que se impregna con recuerdos, esa añoranza, pero ahora ni estar ebrio me llama la atención... y a la vez no dejo de sentir efimeramente las cosas, río cuando hay que reír, lloro cuando hay que llorar, maldigo, me enojo, me pongo triste, me emociono, me lo que sea, sólo que ya nada permanece; es raro...
     Hay una sola cosa que sí le agradezco a mi soledad (además de dejarme escribir, y leer): esa deficiente capacidad para formar vínculos con los otros, me han hecho darme cuenta que cuando eso de la escritura se acabe (y si no llega otra cosa parecida), no habrá nada ni nadie capaz de evitar mi resolución, pues nada ni nadie me interesa realmente (o al menos tanto como para hacerme cambiar de opinión). Quizá tengo demasiado tiempo libre para pensar. Por ahí decían que el pensar durante mucho tiempo (los escritores) detonaba esas tendencias suicidas. Quién sabe.
   



A seguir con esa novela.

Tengo prisa

Debo escribir una gran novela. Después, quizá sólo después, confirme que mi vida no ha tenido nunca otro sentido que escribir esa gran obra, y podré irme tranquilo, aunque los demás piensen que me habré ido demasiado pronto. Tengo que ser mejor y lo tengo que ser pronto; a veces, hay días en que ya no aguanto.

domingo, 1 de febrero de 2015

Terezinha

Terezinha... hace mucho tiempo que buscaba esta canción. No recuerdo de quién la escuché, creo que venía de una época antigua cuando una de mis tías cantaba. En realidad no sé por qué cantaba. Yo recuerdo que la familia decía que era buena cantando. No sé por qué dejó de cantar. Ahora que lo pienso, tampoco sé por qué la cantaba, quizá eran los recuerdos de un amor del que nunca nos enteramos, como nunca nos enteramos de algún otro amor posterior. Entonces suponía, sin suponerlo, que era el canto a un tiempo sin tiempo para los demás, a unos oídos que eran otros oídos diferentes a los que llegaba la voz, la melodía y la letra.

Terezinha me sonaba a Teresa, y ésta a su vez, con trenza; entonces cuando escuchaba Teresa, me imaginaba la parte posterior de una cabeza llena de cabello amarrado en una enorme trenza; y por asociación con mi tía, aquella trenza era de un cabello chino, o al menos ondulado. Terezinha, por tanto, carecía de rostro, carecía de ojos de mirada y de nariz, carecía de boca, pero no de voz; era, por tanto, una sombra que hablaba de tres amores, que hablaba desde lo oscuro, en la noche, y que de la voz le brotaba un oso de peluche, y un broche de amatista. Después le salía un borracho sin playera, con garrafa en mano y malos modales, que se sentaba a la mesa devorando todo sólo para desaparecer nuevamente en la oscuridad y el silencio. Y después brilló una nada, otra oscuridad, donde estaba aquella Terezinha, aquella trenza; y en aquella oscuridad, se sentía calidez, aunque nunca hubiera brotado de su boca palabra alguna que se le pareciera un poco.
No fue sino hasta muchos años después, cuando esa canción ya había sido olvidada donde son olvidadas las pláticas con los abuelos y las canciones de Cri-cri con las que me arrullaban de chiquito, que apareció Terezinha. Apareció con otro nombre y sin trenza, y aunque el cabello era ondulado, no era oscuro sino claro, y tenía nariz, ojos, bellos ojos, y tenía también boca, bella boca, y en la punta de la boca una voz que cantó durante un tiempo antes de asustada decir: no.