Este tipo de cosas son las que salen cuando todos mis estragos se juntan y me ponen a escribir en el insomnio.
PORNEI
Capítulo
3
El
sentir su mano pasándole por la nuca no sólo lo liberó de los vestigios
carcomidos de la ira, le erizó todos los vellos del cuerpo, como si cada uno
quisiera la propia caricia de aquella mano balsámica, ante aquel mareo
producido por tantas curvas y el olor nauseabundo de pollos y estiércol, y
plumas; un olor rancio y orgánico que se le metía por la nariz, y se le metía
más en cada vuelta que daba el camión que los había recogido en una cachimba
después de la caseta a Querétaro. Aunque no había pollos; el metal, y la madera
se había impregnado con aquella fragancia que golpeaba primero el estómago y
después el esófago, para detenerse en la garganta, que trataba de cerrar en
cada embate evitando regresar la poca comida que había ingerido en algún lugar
que ahora ya parecía lejos. Se había llenado de lejanía y caricias. Dudaba que
por fin hubiera tenido el valor de largarse. Tanto tiempo de desidia, tantos
años de cacería, y por fin lo había hecho, sabía que no era un logro solitario,
y quizá por eso no lo había hecho nunca antes; quizá, si lo hubiera hecho
antes, no la habría conocido, y quizá si no la hubiera conocido seguiría ahí.
Una de esas paradojas repetitivas donde sabía que era necesaria la irrupción de
Lilith en su vida.
Lilith seguía acariciándole la nuca;
entre giros y vueltas lo acariciaba; sabía que intentaba ser reconfortante, a
veces no lo era con palabras, pero usualmente trataba de enmendar aquella falta
auditiva mediante procesos kinestésicos; también sabía que aquellas
enmendaciones terminaban en otros puntos; no siempre, no desde hacía mucho. Sin
embargo ahora no los deseaba, no deseaba terminar en aquellas situaciones que
por momentos, debía admitirlo, llegaba a extrañar; extrañaba la humedad de sus
labios deslizando gemidos; uno tras otro, desgranados en monosílabos
placenteros que lo estimulaban al igual que la sensación tibia de sus entrañas,
a veces más que las mismas entrañas. Los aromas de sudor y sexo que envolvían
los cuerpos y las cobijas, que les llenaban la nariz y los pulmones. Pero no
podía seguir más, no podía dejarse llevar por imaginación y evocaciones, no en
esos momentos que se sentía asediado por el vómito. Mejor la abrazó, se acomodó
en su regazo, en aquellas piernas bien formadas y macizas como ancas de una
yegua digna de premios y apretó su rostro contra las ropas de la fémina, que
irradiaban el aroma de la caja del camión e irradiaban, también, el aliento
cálido de su sexo que no pudo traducir en otra cosa que el vómito acuoso en un
costado del camión; la imposibilidad de seguir manteniendo las entrañas dentro,
y abandonarse al espasmo constante.
No había otra cosa más que
entregarse, dejar salir todo lo que tuviera necesidad de salir, ya fuera por
necesidad o necedad imposible de contrariarla; como si no sólo le salieran el
estómago y las tripas, sino también el pasado, un pasado que fuera capaz de
llevarse aquel camión que abandonarían pronto, y que sería cargado con más
pollos que, en su deseo de abandono, llevarían fragmentos de aquella vida, a
los demás, para que cada familia que consumiera un pollo, consumiera también
una parte de su historia, y su destino, lo comiera, lo digiriera y al final lo
excretara de todas y cada una de las formas posibles, independiente de sus
texturas y colores; para que si el destino decidía buscarlo le costara trabajo.
—¿Estás bien, cariño?
Él
le sonrió, pese a los rastros de intestinos que le quedaban por ahí o
por allá, revueltos con plumas y heces aviares, le mostraba una sonrisa.
—¡Estás sonriendo! Estás sonriendo
de verdad.
—Siempre sonrío de verdad.
—No, pero de verdad, de verdad, como
en aquella foto.
Él recordaba perfectamente a qué
foto se refería, recordaba el momento, aquel en el que al poco tiempo de
conocerse, de vivir juntos, ella espiaba sus estantes llenos de libros y en los
que de repente encontró una vieja foto de cuando era niño, donde con asombro le
preguntó. ¿Qué era lo que le había pasado? Y él desconcertado, le preguntaba
que a qué se refería. Era una foto normal, en colores viejos, donde salía de
short y jersey, sentado en una pelota de basquetbol y en la que no recordaba
otro detalle de la misma y por lo tanto era incapaz de identificar el
extrañamiento de la mujercita.
—Eras feliz, feliz de verdad —le
decía ella, sin dejar de mirar la única foto que conservaba de su infancia y
que, ahora, sabía por qué seguía conservando.
El camión se había detenido; con la
sonrisa aún colgada de los labios esperaba que no se tratara de una revisión.
Si los encontraban ahí y lograban dejarlos identificarse, fácilmente podrían
resultar sospechosos de querer irse de indocumentados hacia el norte pues
estaban muy lejos de la dirección que indicaban sus identificaciones. Quizá el
destino lo había alcanzado nuevamente. Sin embargo no fue así, el motivo lo
supieron cuando la luz artificial entró golpeando las pupilas, el nervio óptico
y hasta cerebro, las neuronas, y eso si no lo había dejado también en aquella
esquina de tripas y estómago; el conductor les dijo que eso era lo más lejos
que podría llevarlos. Estaban en las afueras de Puerto Vallarta. Con la palidez
vistiéndole aún el rostro, fue parido entre dos puertas que se cerraron tras de
sí, y tomado entre los brazos de sal de una playa y un océano, siguió
sonriendo; aquella mueca sincera no se desaparecía, se le había tatuado por
minutos en los labios y las comisuras, había terminado de aferrarse a su piel
como un percebe que se había contagiado a Lilith, quien lo veía a dos pasos de
distancia, y después a uno, y una vez más, a sólo unos centímetros de
diferencia entre ojo y ojo, después a milímetros entre labios y labios, y
habiendo traspasado con la lengua el cerco de los dientes.
—Sabes a pollo, cariño.
—Lo siento.
—Yo no. Te voy a comer, precioso.
Y entonces Lilith lo agarró de las
manos y se lo llevó nuevamente a los labios, y una vez más lo atrapó con
saliva, y lengua, y cuando se le quería escapar lo tomaba entre labios y
dientes, con mordidas gentiles que le apretaban los belfos al borde del corte,
después los soltaba y, con los propios, les repartía caricias, y nuevamente
mordidas y mordiscos; una sonrisa, un exhalación de aliento, y nuevamente una
sonrisa, se mordía ella misma los labios y le agarraba con la mano el rostro,
con la mano propia, él le agarraba la nuca y la apretaba contra su rostro, y
rostro con rostro, se llenaban de pequeñas heridas que se iban hinchando, y les
dejaban los labios cada vez más rojos y cada vez más anchos, y él abría los
ojos y todo era nublado, se le había nublado la vista a endorfinas y los ojos eran
de borrego a medio morir, tal como habían sido tiempo antes, y también él
sonreía, no era una sonrisa de felicidad sino de nervio, una sonrisa que se
mezclaba con su respiración entrecortada, jadeante que jadeaba compañera los
jadeos de Lilith que también sonreía y entonces sabía que ella sabía que le
había gustado, tronaba los labios en los labios de ella y alejaba el rostro;
entonces sonreía una vez más y con los ojos más abiertos seguía sin poder ver
nada, como si todo se hubiera detenido un momento y fluyera lento y cansado,
dueño del tiempo del mundo que se arrastraba placentero, alargándose segundos
por minutos, alargando parpadeos, y miradas y rubores que les cubrían los
rostros y le regresaban a él lentamente la sangre al rostro; y entonces lo
sabía, estaba completamente consciente de que había renacido.
Caminaron por la carretera bañada de
luna y perfumada por la luz de farolas que pasaban a pasos, buscando acercarse
cada vez más al puerto lleno de centros nocturnos y turistas despistados o
gozosos, hasta que poco a poco llegaron a la costa sitiada de bares, y luego a
la playa llena de arena y alguna que otra alma fiestera; se sentaron a la
orilla de la playa donde dejaron que marea y olas les acariciaran los pies
cansados, y les besara la espuma las nalgas y las plantas de los pies
descalzados.
—Al rato tenemos que nadar. Soy una
sirena.
Y aunque a veces pensaba que era una
harpía, en verdad estaba de acuerdo con Lilith en que era una sirena. Mitad
pez, mitad mujer, cien por cien una voz hermosa que no necesitaba de letanías,
cantos ni alabanzas y que siempre seducía, y que llevaba al que la escuchara
directamente al abismo.
—Eres una sirena.
Y ella le sonrió con los ojos y piel
iluminados por esa luz de plata. Y miró todo lo que había hecho, y vio que todo
era muy bueno, y vino una ola y otra, y aún no era el séptimo día y, por lo
tanto, no podían descansar.
Caminaron un poco más. Se encontraron vendedores
ambulantes de pulseras y lentes que bebían clandestinamente, detrás de los bares,
mezcal de mala calidad con refresco de toronja, y les compartieron experiencias
y datos que podrían ser de ayuda so querían dedicarse al comercio informal en
aquel lugar lleno de turistas. Pero él tenía otros planes, y sabía que ella los
apoyaba. En realidad sólo buscaban una coartada.
Mientras caminaron por la playa y besaban
con los callos la arena, observaron cuántos turistas había por los lugares: los
suficientes para que el plan funcionara.
Primero se marchó ella, diciendo que
deseaba caminar un rato por la costa. Después se fue él, diciendo que
necesitaba encontrar un lugar para ir al baño. En realidad tanto ella como él
se fueron juntos a la arena y mientras tenían algún turista en la cercanía
fingieron un hurto, él se echó a correr y después ella gritó desamparada,
haciendo que se acercaran los incautos, que seguramente la habían visto desde
lejos, y corrían a socorrerla.
Lo que pasaba después ya lo tenían
previsto, lo habían hecho durante mucho tiempo, y siempre había funcionado, al
menos funcionaba si no era algo que repitieran constantemente. Entonces los
incautos preguntaban por el estado de Lilith y ella llorando les comunicaba que
había sido agredida y robada, les sonreía bonito, les hablaba tierno y si era
necesario, en inglés les reforzaba que había sido asaltada.
— I don’t know what happened, a guy surprised me, had me
point-blank range and took my money and all my things —entonces era el momento
del llanto. Lilith sabía que se veía bonita llorando, sabía que
cualquier que pudiera verla generaba una necesidad de abrazarla, él se lo había
confirmado mucho tiempo atrás para que no le quedara duda. Entonces la
abrazaban y se dejaba abrazar. Una variante de lo que había hecho con él cuando
llegó a su casa con la intención de quedarse; porque, debía admitirlo, se veía
hermosa y desamparada; cualquiera que la mirara era capaz de verse a sí mismo
reflejado en ella y fantaseaba con ella.
—Don’t cry, little girl. Here let me
give you some money —sabía el diálogo, lo había escuchado cuando estaban
en el centro de la ciudad, en aquella época lejana, en aquella otra vida cuando
buscaban a turistas en los museos y las iglesias; en el centro histórico o el
Palacio de Bellas Artes. A veces no sólo turistas, también algún incauto
oriundo y solitario de la urbe—… no te pongas así, amiga. Toma, no es mucho
pero algo es algo. Si quieres puedes acompañarme y te invito un café o algo de
comer.
—No, thanks, cuttie; I’m scared. I don’t
know what to do. I had all my ids in there; I’m scared, i’m fucked scare —entonces
ella se abrazaba a sí misma y el ingenuo la abrazaba después.
—¿No quieres algo, quieres ir a la
policía?
—¿A esta hora? ¿Ellos que van a hacer? Pinches
puercos, la última vez que me asaltaron y fui a pedir ayuda me dijeron que no
ayudaban putas —esa era su manera de alejarse del problema en la ciudad, sobre
todo cuando estaban en el centro y podían encontrar un policía relativamente cerca. Por eso es que
ahí no gritaba, ahí sólo se ponía a llorar; primero hacía contacto visual y sonreía,
le daba entrada a aquel desconocido con aires de donjuán; después se acomodaba
el cabello y él sabía que ésa era la señal para fingir el asalto. Entonces se
le acercaba, después se iba, y a ella sólo le quedaba la mirada, volteaba a
todos lados, y buscaba conseguir que la presa la viera de nuevo. Ahí empezaba
el juego. Pero eso era en la ciudad, en aquella otra vida. En esta nueva era
diferente. Aquí podía darse el lujo de gritar, de cambiar su modus operandi un poco y volver extorsión
más que hurto.
—Don’t cry, Honey
Y mientras era abrazada por el incauto,
lo volteaba a ver, le sonreía con aquella risilla malévola y gritaba.
—Help! Helpme, please!
Sin deberla ni temerla, el turista
quedaba congelado, como si no hubiera nada más que hacer que permanecer
estático ante la sorpresa, ante aquel balde de agua fría que se congelaba dejándolo
a merced de la indefensa Lilith. Entonces llegaba él. Corriendo.
—¿Qué pasa? ¿Estás bien amiga?
—Por favor, ayúdame. Este wey me quiere
robar.
—What
the fuck!
—You
want to rob me.
—No te quieras pasar de lanza, amigo. ¡Policía!
—That’s not true.
Entonces llegaba alguien más, algún
transeúnte, que mendigaba estrellas por la costa a esas horas, veía la bolita,
la confusión, y era llamado por Lilith o por él. El turista permanecía inmóvil,
quizá viéndose desde fuera, quizá creyendo que lo que le sucedía no podía
estarle sucediendo. Al menos es lo que él pensaba que pasaría en su cabeza si
estuviera en aquella situación. Pensaba que no podía hacer nada más que esperar
el desenlace, que echarse a correr representaría en automático asumir la culpa
del delito no cometido. Sentía pena y lástima, quizá hasta cierto punto culpa.
—¿Qué pasó, está todo bien? —preguntaba
el nuevo cómplice que no sabía de su
complicidad.
—Aquí la amiga dice que el güerito este
quería robarla.
—Are you crazy, people? What’s going on
here?
—These
guys says that you want to robe her.
—That’s a fucking lie. I tried to help her. She was robbed, and was crying.
—Dice que no es cierto, que él trataba
de ayudarla.
—That’s not true. He held me and told me that give him all my money.
—I just hugged you.
—Qué desmadre. ¿Qué dice el gringo?
—Dice que no estaba haciendo nada, que
sólo la abrazaba.
—Yeah, just a hug.
Entonces el gringo hacía el ademán del abrazo,
y entre el desconcierto y la confusión él abría la boca nuevamente para sugerir
al nuevo cómplice que fuera por un policía mientras él se quedaba cuidando que
no se fuera. Entonces el nuevo conocido se marchaba. Lilith volvía a cambiar el
tono, un tanto picaresco un tanto seductor y hablaba con el desconcertado.
— Sorry,
honey. Here’s the deal. Either you give us all the money, and you can go, or
you'll have no time to run. No time to think...
Entonces ellos también tenían que correr,
irse pronto y lejos, quizá regresar con los vendedores, quizá también
despedirse nuevamente y después ponerse a contar los dólares mezclados con los
billetes nacionales, una especie de arcoíris en papel donde predominaba el
verde.