jueves, 18 de julio de 2013

Venganza (a ella).

Yo te maté ayer. Aún estabas conmigo, con una calidez imaginaria, y una compañía imaginaria, y una sonrisa imaginaria. Estabas en mi cama, como lo habías estado la mayoría de las noches en las que eras de piel y huesos, o en las que eras solo de humo y cenizas. Yo te maté ayer, te abrazaba y me preguntabas por qué iba a hacerlo. Que te habías ido, que ella se había ido, pero que tú no lo harías. Que tú estarías a mi lado todo el tiempo que yo quisiera, todo el tiempo que siguiera amándote; me prometiste que no te irías, ¡me prometiste que no te irías!, como me lo prometió ella cuando aún estaba, como me prometió que no me haría daño, o que envejeceríamos para echar carreritas en sillas de ruedas. Te abracé, me abracé a tu cuerpo cálido, y te dije: lo siento. Saqué aquella pistola debajo de la almohada, esa pistola de mis sueños, y te metí una bala en la cabeza. Te busqué por todos mis recuerdos, por todos los rincones de la casa, una y otra y otra y otra vez; para matar a cada una de las tú que quedaban conmigo. Te busqué por todas las playas que conocimos para seguirte asesinando, por todas las carreteras, por todas las peleas los chistes las sonrisas las carcajadas, las madrugadas eternas que cambiaban a mañanas con la luz, los semáforos, los berrinches, los almohadazos, los celos, los engaños, las llamadas por teléfono en las que te quedabas dormida, los abrazos en el camellón donde, también, te quedabas dormida. Puta madre, te maté cada una de las veces que hicimos el amor (hasta la última, la penúltima, la primera), y por todos los lugares que lo hicimos; te maté tantas veces como pude hacerlo, hasta que ya no aparecías en ningún recuerdo; hasta que ya no apareciste en ninguna esperanza del futuro. Te maté hasta que dejaste de hablarme, hasta que las cobijas dejaron de ser tu cuerpo y volvieron a ser cobijas. Te maté tan bien, me doy cuenta, que ahora te extraño como la chingada, como si realmente ya no te tuviera; como si te extrañara por primera vez.

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