jueves, 26 de septiembre de 2013

Cayendo

Hoy se me caían los dedos, uña por uña, falange, falangina, falangeta; medio, índice, pulgar, meñique, anu... lo que sea. Se me caían también los dientes, las pestañas (el cabello ya se me había caído antes), las orejas. Hace veinte días se me cayeron los muñones de los pies, el hueso de la rodilla, y hasta la nariz. Se me caían como manzanas maduras en un parque lleno de lodo, en un lugar donde nunca llueve, y donde nunca es de día. Era un lugar en el que también se había caído la luna, hace muchas lunas que estaba caída, iluminando el parque como una montaña blanca, una montaña fría y esponjosa, como si fuera nieve. No había sol, porque ese también se había caído, se cayó para arriba hasta que no fue un puntito más de esos que llamamos estrellas, o eso es lo que me dijeron a mí, mientras estaba un día recostados en la luna, antes de que también se cayera pa'rriba, y me dejara el hueco que después se volvería cuna; esa luna se quedó ahí muchos días y muchas noches de esa larga noche, hasta que un día también, al quedarme dormido, me di cuenta de que tampoco estaba; al principio pensé que me había quedado ciego, lo pensé hasta que se empezaron a caer las estrellas y me di cuenta que yo también me estaba cayendo, a pedazos, por aquí, por allá, hasta que ya no podía moverme, hasta que ya tampoco pude ver nada, hasta que me cayó el hambre y después la panza, y me seguí cayendo como ahora, donde solo me queda esta boca sin boca, y quizá la cabeza, y quizá el pecho... o quizá la idea, sí, quizá la idea de que aún me queda algo.

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