sábado, 21 de junio de 2014

Olvidos

El fregadero se le había mosqueado nuevamente. Se dio cuenta de ello mientras prendía un cigarro; mientras buscaba un vaso para servirse un poco de veneno. Claro que no era veneno para ratas, o cucarachas, era el clásico veneno socialmente aceptado que mezclaba con un poco de coca. Entonces vio el pequeño enjambre volar por la cocina, fue al baño y tomó su desodorante en spray, regresó a la cocina y prendió un cerillo ¿Y si se quemaba él mismo? Había pocas posibilidades, pero no le tenía miedo, sería una quemada inocua y rápida que dejaría un rastro olfativo como de "pollo". Apretó el despachador y quemó tantas moscas como pudo. Repitió la acción, una y otra y otra vez, y aun una más. No sabía si eran demasiadas moscas las que pululaban o en realidad se trataba de que las desgraciadas habían logrado escapar, así que dejó de hacerlo, no porque creyera que sus intentos de implementar un insecticida improvisado fueran fútiles, sino porque el aroma dulzón del desodorante estaba empezando a marearlo, por ello decidió dejar eso de lado, tomar el vaso de plástico y servir la mitad de agua, después vertió ron, el ron que tenía guardado en el congelador y que fluía espeso hacia el vaso, después rellenó con coca. Era un poco insípido, pero lo prefería al exceso de azúcar al que se había sometido durante meses y que ahora no podía soportar del todo. Quizá porque se le subía más rápido, y más que un quizá, era una certeza, el quizá, aquella duda en realidad era para averiguar si se le subía por el azúcar, le asustaba que después de dos años de tomar seguido (casi diario), el hígado empezara a mermar su funcionalidad. Terminó de servirse y saboreó con desagrado el insípido trago, después siguió fumando. Pensó que había sido una mala idea lo del desodorante, ahora el dulce pululaba, igual que las moscas por todo el departamento, un dulce olor empalagoso de chocolate, artificial: diabetes olfativa. "Ojalá esas pinches moscas mueran por diabetes en aerosol". Una idea vacía. Pero estaba acostumbrado al vacío, él mismo se consideraba lleno del mismo. Acogido y arropado por aquella vacuidad de la vida, cálida vacuidad, tan cálida como el frío que se volvía cálido después de unas horas de padecerlo, pero esta vacuidad, recién había empezado a volverse cálida, después de meses, decenas de meses acompañándolo. No era soledad lo que le hacía compañía, lo que le tomaba la mano en la calle, lo que le susurraba una canción de cuna, que sólo podía escuchar él, antes de dormir, era vacuidad, pura y llana vacuidad; vacuidad ante una vida llena de las cosas que tenía que hacer, de realizar las acciones correctas para él mismo, y de soportar el peso de los juicios ajenos que no habían calado por lo duro sino lo tupido; chipi-chipi de una vida que sabía pegar paciente pero constante, que más que llovizna parecía una neblina capaz de respirase no sólo por la nariz, sino hasta por los poros, permeándose hasta los huesos, hasta el tuétano y, si es que existía, el alma. Esa alma que se le aparecía en el brillo de los ojos cuando se miraba ebrio al espejo tratando de encontrarse en esa imagen dinámica, en un repetido dinamismo lento, que iba de arriba para abajo al mismo tiempo, mientras el resto del mundo seguía girando en su cabeza, centifrugándole constante las ideas y el ánimo, deshaciéndolo, volviéndolo una masa amorfa que se parecía a él mismo en alguno de los recuerdos que tenía de sí mismo hacía pocos años atrás; en una casa más habitada que en la que vivía, o al menos habitada por seres reales y no sólo el conjunto de fantasmas con los que platicaba en el delirio etílico o de las fiebres que lo azotaban cuando llegaba a enfermarse y que, entre las dos, le habían reducido veinte kilos de una vida pasada dentro de esa misma vida. De esa vida a la que se sentía ajeno cada vez que miraba a lo que había hecho incluso minutos antes, y que le dejaban recuerdos y dudas o, mejor dicho, recuerdos dudosos; reafirmándole que su vida, en sí misma, era dudosa, incierta y distante; como si estuviera exento a las leyes de la física y las del tiempo, como si fuera solamente una vasija de memorias y fantasías... imaginaciones, deseos, añoranzas. Toda esa vida que, se daba cuenta, sólo había vivido en su cabeza; en una cabeza que parecía no tener fondo, y donde siempre cabían más recuerdos, más memorias y más dudas, y que tenía la capacidad de vaciarse por voluntad propia, sin preguntarle siquiera, si el recuerdo que no aparecería nunca más era útil o no, si podía ser desechado o si valía la pena mandar al olvido

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