lunes, 30 de junio de 2014

Re-post

No es falta de creatividad, vida mía, es sólo un re-post (del facebook)... ay, así no va la canción, pero Tin Tan me lo perdonaría...

—Estás sufriendo por mi culpa.

—Cálmate, Lilith. Yo soy mi propio infierno. No te sientas tan importante.

Lo había vuelto a hacer. Sin darse cuenta había soltado el golpe y la ponzoña. Ahora, seguramente, Lilith se iría. No lejos, no pasaría de un berrinche y unas lágrimas tiradas por las escaleras. Habría que adivinar si a la azotea o a la calle. Pero esta vez estaba seguro de que no la perseguiría pidiéndole disculpas. A veces la única fuerza para seguir, es la de no tener la fuerza suficiente para dejar de hacerlo. Era su mantra; sin embargo, no le importaba en estos momentos. No tenía ánimos ni apetito de seguir haciendo nada. Si Lilith se iba la dejaría hacerlo, sabía que o había vuelto a perder su juego de llaves y por lo mismo podía dejarla que se marchara a su antojo, seguramente regresaría, pero si no era así, daba lo mismo. Sin embargo Lilith no se fue, al menos no se fue de la casa. Se metió al baño y se encerró. Lo único que dejó tras de sí fue el rastro auditivo de la puerta cerrada con violencia tras de ella. Esa reacción lo enojó más que si se hubiera marchado. Había algo en él que no podía evitar sentir cierto grado de enojo. Se veía a sí mismo poseído por la rabia, llegando al baño y rompiendo la puerta a patadas; todo lo contrario a los embates que había hecho Lilith alguna vez cuando jugaba en el cachodeo donde no había mucho que hacer. Cuando Lilith lo miraba con esos ojos, él sabía que la única salida era correr al baño, atrancar la puerta y gritar fingiendo ayuda. En realidad, a veces no la fingía, pero algo dentro de él realmente quería que Lilith lo tomara y lo hiciera suyo, una anestesia de corto efecto sobre el peso de su propia vida. Durante esos momentos, en los que ella se apoderaba de su cuerpo, él no era más dueño de nada, quizá no era ni esclavo, más parecía una especie de zombie, y como buen zombie, sólo sabía gruñir y jadear. Pero eso era después. Las primeras veces Lilith terminaba tumbando el marco de la puerta, se asomaba y decía "Come out come out, wherever you are. Here's Lilith". Luego él gritaba presa de un miedo real. Pero no había mucho que pudiera hacer. Estaba condenado. Lilith cambiaba su tono a uno más sutil, empujando cuidadosa las palabras donde le decía si realmente no tenía ganas de hacerle el amor. Pateaba el resto colgante de la puerta y se desabotonaba la camisa que le había robado en los primeros días, para llamarla de su propiedad y usarla como pijama. Con las siluetas de los senos descubiertas de la tela, el miedo se iba combinando con la excitación que le producía el cuerpo joven de la chica, y entonces la voz destruía todo lo demás. Toda la duda y el plomizo miedo, se convertía en dorada lujuria. Promesas de un cielo que sabía más a cielo porque pese al tiempo que llevaban juntos, él no dejaba de tener presente el hecho de que Lilith aún era menor de edad, pero lo peor era saber que no duraría para siempre, un par de meses para que el reloj llegara a ceros, y el fruto prohibido fuera una manzana más con ganas de ser pera.

Por esa fecha tachonada en el calendario es que tenía un miedo a sus comportamientos. Legalmente él era esclavo de Lilith. Sin embargo, esta vez, no le importaba. Estaba demasiado enojado por su comportamiento, y quizá no era ése el problema pero sí se había vuelto el mensajero de una noticia que había olvidado; así que había que matar al mensajero, y si no matarlo, al menos dejarle en claro que estaba harto de sus berrinches.

Sin embargo, al acercarse a la puerta, pudo escuchar colarse por las hendiduras el rastro amargo de los sollozos de la chica, y junto con ellos un murmullo casi inaudible. Pegó la oreja a la ría pintura de la puerta de madera y prestó atención, ignorando a su vez la cólera que lo había llevado hasta ella. Maldijo el tránsito que también se colaba entre los ruidos de Lilith, haciendo una mezcla sonora que le impedía entenderla.

Durante unos segundos pudo escuchar a Lilith, con su voz grave y áspera, entre cortada y raspando la garganta. Se decía a sí misma que era una estúpida por estar preocupada por él, por querer interesarse, por estar enamorada.

Quizá habría podido escuchar más de aquella charla que Lilith tenía en confianza consigo misma, si no hubiera sido porque escuchar decir a Lilith que estaba enamorada lo tomó por sorpresa. En todo el tiempo que llevaban juntos, nunca la había escuchado decir nada de eso. Y ahora, una confesión se le escapa entre pintura y tránsito y voces rasposas que ella misma deseaba acallar. Algo se le removió en ese momento. Como si se le hubieran vuelto un licuado las tripas y la estatua de Lilith se rompiera poco a poco. No era invulnerable, y de alguna manera estaba herida. La había herido en medio del pecho y quizá el orgullo, y eso lo hacía sentirse importante y poderoso. Por ello decidió aprovechar su ventaja, arrancar la puerta y por fin, poder dominarla.

De una patada tumbó el marco provisional de la puerta.

—Come out, come out. Here is…

—Cállate. No me estés chingando.

Y ahora, veía una nueva faceta. Lilith nunca le había hablado con tal violencia y eso le regresó los pies a la tierra, haciéndolo caminar descalzo por piedras calientes que le gritaban a cada instante el recuerdo de que estaba a su merced. Que era suyo y no podía dejar de serlo, de darse el lujo, siquiera, de intentar cualquier locura o abuso, ni ponerle el dedo o u pétalo, ni media servilleta encima que no repercutiera en un grito que atinara el oído de algún vecino chismoso capaz de llamar a la policía. No estaba seguro de si eso podría pasar, pero prefería no arriesgarse.

Parado en la entrada, con una gota de sudor frío atravesándole la piel, el espinazo y el tuétano, escuchó nuevamente la voz de aquella sirena.

—Ven y bésame.

Y entonces, como solía ser costumbre en él, no hubo nada que pudiera hacer para evitar seguir la orden, aunque dentro se molestara, más con él que con ella, por ser in capaz de decirle nada. Por eso la tomaría de los hombros, la sacudiría para removerle una o dos ideas, y le diría que se estaba pasando, que era un abuso y estaba cansado, lo ensayaba en su mente a cada paso, y a cada respiro. La vio de espaldas, le daría la vuelta y se lo diría, le haría saber aquello que tenía a medio cogote; pero para ello primero habría de voltearla, mirándola a los ojos y no agachar la mirada, ni cubrirse con los párpados o la pena, o la falta de confianza. Sin embargo al voltearla, no pudo contra sus ojos claros, ni el embate de sus labios, y entre saliva y saliva, la cabeza no dejaba de reclamarle la cobardía. Repetía su mantra: A veces la única fuerza para seguir, es la de no tener la fuerza suficiente para dejar de hacerlo... sólo que ahora le agregaba que era un cobarde.

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